LA PROXIMIDAD, COMO DEBER MORAL Y CÍVICO
UN VALOR FUNDAMENTAL EN MEDIO DE LA PANDEMIA DE COVID-19
La cuarentena prolongada puso en evidencia múltiples carencias. Es indispensable, entonces, acercarse a quienes más lo precisan y llevar a cabo actos de solidaridad. Con escucha y honestidad se puede saber qué hace falta aportar y ayudar de forma más efectiva en esta época excepcional.
“El que no piensa en sus deberes sino cuando se los recuerdan, no es digno de estimación”. (Tito Plauto – comediógrafo romano (-254 / -184 a.C).
Hace casi 5.000 años, un hombre gobernó Uruk en la antigua Mesopotamia. Su nombre era Gilgamesh. Entró en la leyenda, convertido en protagonista de la primera epopeya de la historia: un dramático relato acadio que reivindica ancestralmente la espiritualidad de todos los tiempos. Y así -desde la leyenda del rey sumerio hasta nuestros días- bajo el formato de las diferentes culturas venimos utilizando la palabra “prójimo”. Lo hacemos para referirnos no sólo al que “se debe valorar como a uno mismo”, sino también a toda criatura viva llamada a la existencia. Es necesario verlo, darse cuenta de que el otro está ahí y, sin pasar de largo, “aproximarse” a él. No parece algo habitual, lo que pone en evidencia que tal vez no es la cabeza, sino el corazón, lo que lleva a practicar la solidaridad; esa forma de compasión que se hace a-proximidad con quien o quienes están padeciendo.
Desde aquellas tablillas de arcilla, hasta el sofisticado lenguaje de bytes, las letras transmiten el deber de solidaridad que todos -individual y organizacionalmente- tenemos y debemos correspondernos. Si esto vale para épocas normales, cuánto más valdrá para tiempos excepcionales; ya que ahí -ahora- no hay lugar para especular: o ponemos lo mejor de cada uno o no lo lograremos.
Personas, organizaciones de la sociedad civil, empresas y sus agrupaciones están haciendo el esfuerzo honesto de donar, impulsando así que otras contribuciones y campañas se vayan alineando en la formación de un círculo virtuoso. Con escucha y honestidad se puede saber qué es aquello que hace falta aportar, y así ayudar de forma más efectiva a paliar las múltiples carencias que se han puesto en evidencia en esta larga cuarentena, a raíz de la pandemia del COVID-19.
Aristóteles destacó la dificultad que suponía saber llegar a las personas justas, con el recurso adecuado, en el tiempo oportuno y de la forma correcta; ya que siendo éstas la esencia de la auténtica filantropía, las reconocía como virtudes raras, notables y nobles. Es, en efecto, un deber no siempre fácil de cumplir. La dificultad de hacerlo bien no nos exime del esfuerzo de profesionalidad que el ejercicio de la ayuda solidaria demanda. Si no sabemos cómo hacerlo, la prudencia y la inteligencia nos indican que una vía coherente es aproximarnos a aquellas organizaciones que creemos que sí lo saben y que -por esa misma razón- lo hacen bien.
Fuera de esa lógica -que demanda una buena dósis de humildad y sapiencia – podemos correr riesgos. Para ser gráfico: podemos transformarnos en gente de buena voluntad, que se esfuerza por inflar un globo pinchado, ignorando la inutilidad del empeño.
Si hasta aquí el ejercicio del deber de solidaridad parece difícil, no es menos complejo agregarle un complemento imprescindible: el deber de ejercer un esclarecido rol de ciudadanía. Solidaridad y ciudadanía son dos elementos constitutivos y molecularmente indivisibles para promover vida digna y convivencia pacífica, justa y equitativa. Si lo que honestamente deseamos hacer es “ayudar bien”, debemos aprender a preguntar no sólo ¿qué es lo que hace falta? También debemos preguntarnos y preguntar ¿por qué no está lo que hace falta?
Podríamos llamar a esto el deber de aplicar la regla de la Doble Buena Intención (DBI): “el cumplimiento del deber de la solidaridad se hace más efectivo, si se la combina con un valiente compromiso de ciudadanía”. Solidaridad y ciudadanía han de ir siempre tomadas de la mano. Dicho de otro modo, la solidaridad tiene que comenzar a aparecer justo allí donde se terminan los recursos públicos bien administrados. Si no es así, tienen razón aquellos que la califican como el pago de otro impuesto más. En otros términos, la solidaridad es en cierto modo una especie de “sobre-impuesto” al que se debe contribuir con gusto; siempre y cuando sea clara la evidencia de que ya se utilizó de la mejor manera posible nuestro primer e irreemplazable aporte impositivo.
Usar sólo una parte de la regla de la Doble Buena Intención no puede entenderse como un acto puramente solidario; porque queda marcado desde la largada por la omisión. Esto es algo que desde afuera puede ser visto como un acto de flaqueza moral, al punto tal que se prefiere disimularlo, pagando por él un costo mayor.
En los momentos más difíciles -como personas y como sociedades – es cuando sale a relucir lo que somos. Demostremos que nos merecemos una sociedad mejor. ¡Generosidad y coraje!